Tres Niños

Tres niños, dos hombres y un perro.

   Ya había comenzado la clase cuando entró al salón Luis Alvarez, acompañado por otro niño. La llegada de un discípulo nuevo cuando está adelantado el año escolar siempre es motivo de curiosidad para la clase. Esta vez la curiosidad era más viva por el aspecto pintoresco del nuevo colegial.

   El recién llegado era Faustino Pérez. Vestía un pantalón muy estrecho que le llegaba a la pantorrilla. No era pues, ni corto ni largo. Ni de niño ni de adolescente. Un saco corto que le llegaba apenas al término del espinazo completaba el traje. Prendido en el bolsillo "del corazón", un broche dorado que sujetaba un lápiz de metal.

   Luis habló con el maestro, mientras Faustino aguardaba al borde de la tarima donde estaba el pupitre.
-Ven -díjole el maestro mientras observaba aquel lápiz que colgaba del bolsillo- parece que sabes escribir.
-Nada. No sé escribir -replicó Faustino.
-¿Y ese lápiz?
-Me lo compró Tata...
   El maestro sonrió y dijo:
-Acércate. Me dirás tu nombre y tu edad.
   Faustino sacó del bolsillo de su pantalón un pequeño trozo de papel doblado.
-Aquí están -dijo.
   Mientras el maestro leía y anotaba, sentía el niño un rumor contenido, hecho risas reprimidas y comentarios en voz baja. Adivinaba que el motivo de ese rumor era él mismo. La curiosidad le hizo volverse, poniéndose de frente a la clase, sin pizca de timidez, ni de vergüenza, como si fuera lógica aquella actitud de los que iban a ser sus compañeros. Frente a ellos, sonrió.

   El maestro lo llamó a la realidad.
-Tienes que atender aquí.
-Muy bien, señor.
-Bueno, ahora vaya a sentarse con Alvarez. Después veremos.

   Luis no conocía a su nuevo compañero. Lo había traído a la escuela por encargo de la cocinera de su casa que conocía a la madre de Faustino. Sabía sí, que éste era del campo. Que su familia había llegado recién al pueblo.

   Al otro día, en el recreo, Luis y Faustino rodeados de sus condiscípulos formaban el grupo mayor del patio. Luis contaba lo que sabá ahora de Faustino, por quien se le había despertado una ternura y una fraternidad de hermano mayor que buscaba protegerlo.

   Faustino oía el relato de su compañero y sonreía feliz.
-Faustino -decía Luis- sabe domar caballos. Una vez un caballo enorme disparó con él y no lo pudo voltear...
-También sé nadar abajo del agua -agregó Faustino.
-¿Sabés?
-Sé.
-Y tiene un cinto ancho con un cuchillo...

   La curiosidad de los niños del pueblo, la atracción que todo chico de ciudad siente por las labores del campo, la forma de heroicidad sencilla y repetida que éstas contienen, había sido acuciada por estos relatos combinados de Luis y Faustino.
-¿Tu padre tiene campo? -preguntó Márquez.
-Sí. Con aguadas y cercos de piedras -responde Faustino.
-Y carretas que viajan de noche, con un farol colgado en el eje -agrega Luis.
-¿Sabrás andar con la carreta? -pregunta otro.
-Sí, sé. Y sé ir al monte y traer leña.
-¿Y leer no sabés?
  Y tras un silencio agrega:
-Creo que el que sabe es mi padre...
-Fijate -insiste Luis- que el padre una vez mató un puma.
   Entonces es otro niño, Rodríguez, el que mirando a Faustino pregunta:
-¿Es rico tu padre?
-Yo no sé... a lo mejor es.
-¿Tiene campo?
-Él es el que trabaja en él. Y lo recorre y baña ovejas. Y se baña en las lagunas y doma los caballos y marca las vacas y los toros...
-¿Pero es de él el campo?
-Yo no sé... Rodríguez mira el pantalón y el saco de Faustino, las alpargatas casi descoloridas por el uso y vuelve a preguntar:
-¿Por qué no te vestís mejor si tu padre es rico?
   Faustino se asombra de la pregunta. ¿Vestirse mejor? ¿No viste pantalón y saco nuevos, y no está calzado?
   Entonces contesta Luis:
-A la gente del campo le gusta vestirse así. Allá hay otras formas de vestirse...

   Suena la campanilla y termina el recreo.
   Como al otro día no había clase, Luis invitó a Faustino para jugar. Iban cruzando la plaza cuando le dijo:
-¿Ves aquella casa con balcones de mármol?
-Sí.
-Es la mía. ¿Vas a ir?
-Sí.
-Andá después de las cuatro.
-No puedo. A esa hora yo voy al matadero.
-¿Y qué vas a hacer al matadero?
-Voy a buscar una cabeza de vaca. Antes tengo que barrer. Por el trabajo de barrer me dan la cabeza.

   Luis se asombró.
-¿Una cabeza de vaca? ¿Y qué hacés con ella?
Ahora se asombró Faustino.
-¿Qué hago? ¡La comemos!

   Luis llegó a su casa. Le contó a su madre cómo se había hecho amigo de Faustino. Le dijo después que lo había invitado para que jugara con él. Y le dijo al fin lo que le había contado Faustino.
-Yo no sé -dijo terminando- cómo pueden come una cabeza...
-Y... los pobres comerán esas cosas -dijo ella.
-Me gustaría ver cómo son los mataderos...
-A ti no te conviene ver eso... ¡Linda cosa de ver: sangre y suciedad!

   Luis se quedó pensando en aquello. Tratando de representarse una cabeza de vaca, sin lengua y sin sesos. Y a Faustino y la madre y los hermanos comiendo "aquello".

   Faustino al llegar le dijo a la madre que Luis lo había invitado para ir a jugar en aquella casa que había frente a la plaza, con dos balcones de mármol.
-No podés ir -dijo ella. Ese no es como tú...

   Faustino se quedó pensando . ¿Por qué Luis no era como él? ¿Eh?
   Aquella mañana Faustino iba a la quinta de Don Vicente, el italiano, a buscar choclos.
   Estaba la quinta más allá del rancherío, cruzando el arroyo, oculta tras un cerco de pitas e hinojos.
  Cuando llegó encontró a Don Vicente desmotando con una tijera a un negrito flaco de hemosos ojos que resaltaban más en el rostro retinto.
-¿Qué busca? -preguntó el italiano.
-Vengo a comprar choclos.
-Bueno, espérese. Termino de cortarle el pelo a éste y voy.

   Terminada la tarea entró al rancho y volvió al minuto con un bolsa para recoger los choclos.
   Apenas salió el hombre, Pololo, el negrito, desató de la cuerda que le sujetaba el pantalón una "revoleadora" y preguntó a Faustino.
-¿Sabés cazar con revoleadora?
-Sé.
-Yo también. ¿Vamos a cazar?
-Después que lleve los choclos, sí.
-Bueno, vení. Yo vivo aquí. Don Santiago es mi padre.




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